Masticar bien favorece la absorción de nutrientes esenciales, porque los alimentos llegan en mejores condiciones para ser absorbidos y procesados

América Fernández, colaboradora La Voz de Michoacán

La prisa se ha convertido en un idioma universal. La vivimos en el trabajo, en el tráfico, en la forma de responder mensajes, en la manera en que llenamos la agenda. Y, sin darnos cuenta, también en la mesa. Comemos como si la comida fuera un obstáculo entre una tarea y otra, un trámite que hay que resolver rápido para seguir con lo “importante”. El problema es que nuestro cuerpo no habla el idioma de la prisa: para él, cada bocado es un proceso que necesita tiempo.

Comer despacio no es un lujo, es una forma de darle al organismo lo que necesita para funcionar bien. Cuando masticamos con calma, los alimentos se digieren mejor, porque la saliva comienza la descomposición de los carbohidratos y prepara el estómago para recibirlos. Además, al comer lento, el cerebro tiene tiempo para recibir las señales de saciedad que envía el estómago, evitando que comamos en exceso. Estudios muestran que las personas que comen rápido tienden a consumir más calorías y tienen mayor riesgo de obesidad.

Comer lentamente también mejora la digestión, reduce problemas como la indigestión, el reflujo gástrico y la hinchazón, ya que el sistema digestivo no se ve saturado ni forzado a trabajar en exceso. Además, masticar bien favorece la absorción de nutrientes esenciales, porque los alimentos llegan en mejores condiciones para ser abosrbidos y procesados.

Pero más allá de lo físico, comer sin prisa es una puerta a la presencia. Es estar, aunque sea por unos minutos, completamente en el momento, sin saltar mentalmente al pasado o al futuro. Esta práctica también tiene un valor simbólico: es una manera de rebelarnos contra la cultura que mide nuestro valor por la productividad y no por la calidad de lo que vivimos. Comer despacio es decirle al mundo “este momento es mío” y regalarle a la vida un ritmo distinto, más humano.

Quien se toma el tiempo para comer despacio suele extender esa atención a otros aspectos de la vida: a cómo conversa, cómo camina, cómo mira. Comer así se vuelve un entrenamiento de presencia que se expande a lo demás. Y lo curioso es que, sin buscarlo, terminamos comiendo menos y disfrutando más. No porque la comida cambie, sino porque nosotros estamos ahí para notarlo.

La próxima vez que te sientes a comer, intenta dejar el teléfono en otro cuarto y dar unas cuantas masticadas más de las que normalmente das. Respira entre bocado y bocado. Pon atención a la comida y las personas a tu alrededor. 

Observa lo que pasa en tu cuerpo y en tu mente. Puede que descubras que no solo alimentaste al organismo, sino que le diste a tu día un respiro. Y esos minutos ganados a la prisa, repetidos muchas veces, quizá se conviertan en años mejores vividos.

IG. @america.fernandez