Morelia, Michoacán, 10 de septiembre de 2024.- Cada 10 de septiembre la Iglesia Católica celebra a San Nicolás de Tolentino (1245-1305), fraile, sacerdote y místico italiano; el primer miembro de la Orden de San Agustín (agustinos) en ser canonizado.
Con la protección de San Nicolás de Bari
Nicolás nació en 1245, en San Angelo, Pontano (Italia). Se dice que su madre, habiendo llegado a cierta edad, no había podido concebir. Por ese motivo, junto a su esposo, salió en peregrinación al Santuario de San Nicolás de Bari, para pedir la gracia de salir encinta.
La mujer, que amaba profundamente al Señor, prometió que si Él le concedía tan inmenso favor, ella le entregaría con gusto a su hijo para que sea sacerdote. Dios, que mira con compasión a quienes piden con fe, le concedió a la mujer la bendición de salir embarazada.
Llegado el tiempo, nacería un robusto niño al que bautizaron con el nombre de ‘Nicolás’, en honor a su santo patrono. Los años pasaron y mientras Nicolás crecía corporalmente, también iba creciendo en él una singular afinidad a las cosas de Dios y a los temas espirituales. A pesar de su juventud, el jovencito aprendería a dedicarle más tiempo a la oración del que podría esperarse de cualquier niño de su edad.
Un pequeño de corazón inmenso
A Nicolás le gustaba pasar el tiempo hablando con Jesús, algo que fue alentado siempre por sus padres. El niño escuchaba con entusiasmo la Palabra de Dios y se deleitaba con las buenas lecturas. Además, despertó en él una sensibilidad peculiar frente al que sufre. Una de las cosas que más disfrutaba era llevar a su casa a alguna persona en necesidad que encontraba en el camino y compartir la mesa familiar con ella.
Ya de adolescente, después de escuchar el sermón de un fraile ermitaño de la Orden de San Agustín, Nicolás decidió renunciar al mundo y hacerse agustino. Pronto sería aceptado en el convento de los ermitaños del pequeño pueblo de Tolentino. Realizaría su profesión religiosa antes de cumplir los 18 años; y, en 1271, sería ordenado sacerdote en el convento de Cingoli.
Tolentino
Nicolás permanecería en Tolentino los siguientes 30 años de su vida, hasta que Dios lo llamó a su presencia.
Allí predicó en las calles, administró los sacramentos a la población y visitó asiduamente el asilo de ancianos, el hospital y la prisión; pasó largas horas en oración y cuando no, era porque se había sentado en el confesionario, para atender las necesidades espirituales de la gente. Ante todos se hizo evidente que el buen fraile agustino vivía con sencillez y ascetismo; y como hombre desapegado a las cosas de este mundo, los ayunos y pequeños sacrificios corporales no le eran extraños.
A San Nicolás se le atribuyen muchísimos milagros, tanto en vida como post mortem. Cuando por gracia de Dios obraba alguno, pedía a quienes lo habían presenciado que guardaran reserva y no comenten nada a nadie: “Denle las gracias a Dios, no a mí«, solía decir.
Las almas del purgatorio
Los fieles, impresionados por las conversiones que se producían gracias al testimonio de vida del santo, le pedían constantemente que orara por las almas de quienes habían muerto sin estar listos para participar de la gloria de Dios. Esta tarea fue algo que Nicolás siempre hizo con diligencia y responsabilidad. Nicolás sabía que quienes morían sin haber purgado sus pecados no podían ingresar al cielo, y por ello necesitan la ayuda y solidaridad de quienes, permaneciendo aún en esta vida, pueden rezar e interceder por ellos.
Esto habría de ser para el santo una suerte de misión: salvar almas del purgatorio.
No en vano le valió, muchos años después de su muerte, que la gente empiece a llamarlo “patrón de las santas almas” o “protector de las ánimas del purgatorio».
Según cuentan los agustinos, una noche, Nicolás estaba durmiendo en su celda cuando oyó la voz de uno de sus compañeros frailes, fallecido recientemente. El fraile le dijo a Nicolás que estaba en el purgatorio y le pidió que celebrara la Eucaristía por él y por otras almas que estaban allí, para que fueran liberadas por la misericordia de Cristo. Después de que Nicolás celebrara la santa misa por esta intención durante siete días, el fraile volvió a hablarle, esta vez para darle las gracias y asegurarle que muchas almas, incluyendo la suya, ahora estaban con Dios.
Los panecillos milagrosos
A San Nicolás de Tolentino también le tocó soportar dolores y situaciones muy duras. El fraile padeció por varios años de fuertes dolores de estómago, y por algunos períodos su salud se quebró completamente. Un día, estando gravemente enfermo, se le apareció la Virgen María y le dio ciertas instrucciones, con las que al final se obraría un milagro. La Madre de Dios le dijo que se hiciera de un trozo de pan, lo mojara en agua y se lo comiera, y que si lo hacía obedientemente, ella curaría sus dolencias -existe otra versión del relato que señala que fue la misma Virgen quien le dio de comer trocitos de pan-.
Así, Dios curó a San Nicolás gracias a la intervención de la Virgen. A partir de estas experiencias, el santo empezó a bendecir trozos de pan y dárselos a los enfermos. A través de este sencillo gesto, muchos quedaron curados.
Como recuerdo de aquellos milagros, el día de la festividad de San Nicolás se preparan los “panecillos de San Nicolás” los cuales son compartidos entre los devotos.
Los brazos de San Nicolás
San Nicolás murió el 10 de septiembre de 1305 y fue enterrado en la iglesia del convento de Tolentino, su hogar por más de tres décadas.
En 1345, sus restos fueron exhumados y su cuerpo fue hallado incorrupto. Este fue expuesto públicamente y se decidió que le fueran amputados los brazos para que sirvan como reliquias. Se asegura que en el momento de la amputación los brazos del santo sangraron profusamente, tal y como si estuvieran siendo separados de una persona viva.
Un siglo después de aquel acontecimiento se produjo otro milagro con los restos del fraile: los relicarios que contenían sus brazos fueron abiertos, siendo que estos aparecían en perfecto estado de conservación y empapados en sangre. (CON INFORMACIÓN DE: ACIPRENSA)