Asaid Castro/ACG
Cada mañana, antes de instalarse en la Plaza de Armas, recoge su carrito verde en la Unión: un pequeño cubo portátil que no tiene un nombre en especifico pero es donde guarda sus herramientas de precisión, como son cepillos gruesos, trapos, brochas, grasas y ceras para pulir hasta el último detalle.
Julián Durán, ha pasado gran parte de sus 74 años entre cepillos, brochas y ceras. Su oficio, el de aseador de calzado -o bolero, como también les llaman-, lo aprendió desde niño y ha sido una constante en su vida, aunque por temporadas laboró en otros rumbos.
Hace 22 años dejó la boleada, pero regresó al Centro Histórico de Morelia, donde hoy, con manos firmes y mirada aguda, sigue dándole brillo a los zapatos de quienes se sientan en su silla, en una de las orillas de Plaza de Armas.
Julián es celoso de sus conocimientos, pero comparte que el verdadero secreto está en el jabón de calabaza, ese es el que hace la verdadera magia del oficio.
“Este trabajo es de muchos años y seguirá siendo, porque es un servicio especial. La personalidad empieza por los zapatos y mientras hayan zapatos, hay trabajo”, dice con una sonrisa mientras pasa el cepillo con destreza sobre el calzado.
A su lado derecho, tiene dispuestos los materiales para cada tipo de zapato: desde los de charol hasta los botines más robustos. Al frente, justo donde los clientes toman asiento, cuelga la lista de precios: boleada sencilla por $30 pesos, botas y cambios de color por $60. “Hasta los tenis los podemos lavar, todo depende del material”, comenta con certeza. Y como filosofía de trabajo, su lema lo deja claro: “Unidos por el bien colectivo”.
Julián no es el único bolero del Centro de Morelia, pero su presencia es inconfundible. Es un hombre de edad, con bigote y cabello canoso. Usa lentes amarrados con una cadenita para que no se le caigan, pues le falta una patitas a los mismos, y aunque su expresión parezca seria, en cuanto habla su carisma se hace notar. Habla con todos, lanza bromas y hace amena la espera.
Sus manos, curtidas no por las grasas, sino por su otro trabajo en el campo, se mueven con precisión sobre el calzado, frotan, abrillantan, devuelven la vida a cada par. “Mis manos no están así por bolear, sino, por la vida que tengo en el campo, no me gusta estar sin hacer nada y allá también hay que darle mantenimiento a las cosas, aquí las manos te quedan suaves pero hay que saber el oficio”.
A su silla llegan clientes de todo tipo: funcionarios, comerciantes, oficinistas, jóvenes y hasta niños. En las bodas o eventos grandes de Catedral, en realidad la demanda no sube, pero no hay días buenos o malos, dice Julián. “Lo que llegue, bien recibido y bienvenido”. Asegura que la esencia del oficio se mantiene, aunque con menos boleros en la ciudad.
Pese a los años, sigue con gusto en su lugar de trabajo. “Me siento tranquilo, honorable y feliz. Otro empleo ya no podría hacer por la edad y la salud, pero este es un oficio precioso, honrado y digno”, asegura, mientras, con un último cepillazo, deja listos otros zapatos para andar las calles de Morelia.
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