Tezozómoc: pájaro de tinta que tiene la amarga misión

Gustavo Ogarrio

Heredero de esa oralidad mexica que balbuceó como pudo el origen casi desaparecido, acaso en sus crónicas ya está inscrita esa trágica solución de continuidad entre la palabra hablada y la palabra escrita. Hernando de Alvarado Tezozómoc nace en caballo de agua, las lunas borraron el día de su nacimiento. Sus pies macizos caminaron por los pasillos del Colegio de Santa Cruz en Tlatelolco cuando el fuego de los peninsulares se expandía ya irreversible, tan sólo para que su caligrafía de luz y de sombras rescataran el caudal de esa memoria de río, evocaciones cromáticas de los que para siempre habían sido despojados del mundo.

Tezozómoc escribe de rodillas ante una herencia quemada, bifronte, con su vuelo de pájaro de tinta orientado hacia Aztlán y sus pasados tenochcas, en esa larga memoria de un nosotros que lo lleva hasta Moctezuma Xocoyotzin, el último de los magníficos, en esa poderosa lengua mil veces negada que como serpiente se escabulle entre las risas vergonzosas de los conquistadores. Tezozómoc se roba el fuego maldito de la lengua castellana y con ella emprende también la reconstrucción del pasado: deja en el papel el esplendor de las piedras que hablan, la figura de ese anciano macehual que soñó la destrucción de todos los templos; agua y fuego que mueren ante el humo blanco de los forasteros.

Tezozómoc: pájaro de tinta que tiene la amarga misión de describir la caída en clave circular y que acaso, en las palabras que Moctezuma le dijo a Nezahualpilli ante la inminente caída de México- Tenochtitlán, alcanza a concebir todas las preguntas latentes hasta nuestros días en la lengua del viento: “Y yo, ¿adónde iré, heme de volver pájaro, he de volar o esconderme? ¿Habré de aguantar a lo que sobre nosotros el cielo quisiera hacer?”.