Mirador Ambiental

Si los rumores de la muerte llegan a los oídos de la población como susurros de eventos ajenos y lejanos; si el dolor de los sufrientes nos ha llegado lavado y endulzado, como espectáculo de consumo diario; si la muerte misma se asoma por nuestras ventanas calculando la oportunidad para tomarnos, sabiendo de nuestra voluntad domada y resignada, todo estossolo puede significar que el poder del crimen consentido por el Estado ha logrado su más anhelado propósito.

El poder del Estado y el crimen han logrado, luego de años de inversión en impunidad, corrupción, terror y miedo, la condición más apreciada por la perversidad: convertirnos en vasallos de las armas, la mentira y el pánico. Han conseguido que los pueblos aplaudan a sus verdugos y hagan gobernantes a los delincuentes.

La creencia en un Estado de Derecho, como el espacio ideal para la existencia de una sociedad con justicia, vida, libertad y trabajo, ha sido hecha pedazos, para en su lugar colocar los valores de la barbarie y la muerte como los articuladores de un nuevo orden en donde la brutalidad y la vejación son los pilares.

Los gobernantes de hace muchos años comenzaron a permitirlo, los gobernantes actuales sólo pisaron el acelerador a fondo porque las ganancias económicas eran extraordinarias, las oportunidades de acceder y retener el poder eran seguras y porque la población se había hecho a la costumbre de oler la sangre sin repugnancia y escuchar el dolor de las víctimas como quien escucha un motor fuera de tiempo, como algo pasajero y olvidable.

La mayor y más brutal colonización que ha sufrido la soberanía de México en los últimos siglos ha provenido del narco y sus aliados o jefes en el gobierno. Han colonizado las 32 entidades federativas y han construido un estado paralelo controlado por el binomio narco-gobiernos. El territorio es de ellos y también lo son las actividades productivas, comerciales, sociales y hasta culturales.

Los ciudadanos, los pobladores, han sido convertidos en vasallos, esclavos y en ofrendas humanas que son sacrificadas en el altar del terror para refrendar su dominio. La narco colonización ha sido brutalmente eficaz. Las ganancias económicas son tan abundantes como para sostener un ejército de más de 500 mil operadores en todo el territorio nacional y aceitar la subordinación política de sectores amplios de la clase gobernante y empresarial.

La normalidad contemporánea de México está definida por la narco política, la narco economía, la narco estética, la narco educación, la narco comunicación, la narco ideología, es decir, todo un estilo de vida.

La pieza más importante de este modelo, sin embargo, no es material, es cultural y es ideológica, radica en el mecanismo mediante el cual han logrado que la población calle, encubra, aplauda, contribuya, modifique su religiosidad y haga loas a los verdugos, incluso que se trague a solas el dolor por la pérdida de sus hijos, familiares o vecinos, o por la expropiación de sus bienes.

El retroceso que hemos tenido en materia de libertad, vida y paz social, es brutal. Revertirlo nos va a costar a los mexicanos mucho tiempo, vidas, sangre y mucho dolor.

Los criminales han penetrado a los lugares más recónditos de la sociedad, a los propios hogares, y ahí a las creencias más profundas. No bastará con capturar a los capos; no será suficiente abatirlos en 1000 combates. Están tan mezclados entre la población que sus perfiles se diluyen entre la gente.

Cambiar este estado de cosas supondrá, por ejemplo, recuperar la sensibilidad social perdida, la capacidad de indignación aturdida, la reconstrucción de las capacidades críticas y la dignidad cívica.

Aislar al narco, derrotar la colonización narca y recuperar la soberanía nacional supone la reinstalación efectiva del Estado de derecho, de los valores de la familia mexicana, de los principios democráticos y la recuperación de la conciencia nacional a partir de los valores republicanos de la vida, las libertades, la paz y la solidaridad social.

Hasta ahora los gobiernos han utilizado las estadísticas como método para encubrir la magnitud de nuestra tragedia. Han querido reducir a un dato estadístico, a una gráfica, los cientos de miles de asesinatos o desaparecidos, han hecho de la tragedia un número frio, sin referente de dolor humano. Han promovido la percepción numérica, abstracta y deshumanizada, al mejor estilo neoliberal, como la manera en que debemos conocer y asumir esa realidad.

La estadística, hasta ahora, no tiene un indicador que permita reconocer y sentir el dolor social. ¿Qué indicador existe para conocer y sentir los ríos de sangre derramados? ¿Qué indicador existe para representar el dolor de los padres, hijos y hermanos, que se han quedado perplejos ante el cadáver destrozado de su ser querido?

¿Qué indicador existe para representar el sentir del grito, de las lágrimas y la impotencia del dolor en soledad? ¿Qué indicador existe para medir la compasión, la desesperación, la angustia y la impotencia de los que no encuentran a padres o hijos, y que tal vez jamás encontrarán?

Hasta ahora hemos perdido la guerra ante el narco y la putrefacción política, y la evidencia más clara de ello es que han logrado que seamos insensibles, faltos de compasión y solidaridad ante el dolor ajeno. El humanismo es una palabra distante años luz de los regímenes contemporáneos. El des-humanismo es lo que prevalece.

Nadie debería atreverse a hablar de esta tragedia sin una lágrima en los ojos, sin un nudo en la garganta.
¡Los ciudadanos que queremos la libertad y repudiamos los vasallajes, tenemos la palabra!

*El autor es analista social y político, experto en temas de Medio Ambiente, e integrante del Consejo Estatal de Ecología