Cualquier maestro o maestra sabe que el cambio de centro de trabajo es uno de los derechos laborales básicos en la trayectoria profesional docente. El empezar tu vida laboral en una comunidad y terminar en una ciudad es, más que un reconocimiento, el justo pago a la constancia y el camino andado.
Durante años, ese último fue más un mito que un derecho. Una leyenda envuelta en trámites, favores y padrinazgos.
El “cambio” se negociaba como si fuera mercancía en un tianguis de voluntades. Con algo de antigüedad y un poco de suerte, uno podía aspirar a salir del rancho olvidado y acercarse a la ciudad. Pero muchas veces el camino más corto era el sucio: pagarle al gestor, apadrinarse con el influyente, comprar el favor.
Llegaron entonces “cambios”. Normas más rígidas: La USICAMM con promesas de transparencia acabó con muchas prácticas turbias. Pero no todas. Porque el arte de la trampa se adapta.
Prevalecieron los “cambios de hecho, pero no de derecho”: maestras y maestros que se presentaban a una escuela sin trámite oficial, mientras la nómina seguía diciendo que trabajaban en otra. En no pocos casos, ese “milagro” tenía precio. El resultado: escuelas fantasmas, nóminas desordenadas, y la imposibilidad de saber quién trabajaba dónde. Un desorden que ni el mejor informático pudo cuadrar en su Excel.
Y entonces, algo cambió de verdad.
Esta semana, la presidenta Claudia Sheinbaum —quien no sólo escucha, sino que actúa— publicó un decreto que dignifica el cambio de centro de trabajo y le quita moho burocrático. Ya no será privilegio ni favor; será un derecho regulado, transparente y justo.
De inmediato Mario Delgado presentó los criterios: Habrá reuniones presenciales. Las y los maestros podrán elegir la escuela más cercana. Si no pueden asistir, podrán conectarse en línea y cuidar su lugar en la fila. Las reglas serán claras: manda la antigüedad, no la cercanía al poder o al gestor. Y si hay empate, se desempata con más antigüedad todavía.
Los lugares disponibles se publicarán con al menos dos días de anticipación. Y una vez hecho el cambio, será definitivo. Por fin, se podrán cruzar las barreras invisibles de las zonas económicas —esas fronteras que, más que geográficas, eran financieras.
La idea es simple: que un maestro pueda trabajar cerca de los suyos, sin pagar por ello.
Pero en este arroz todavía hay su negrito.
El decreto permite que el sindicato acompañe el proceso. La premisa es buena, pero aquí en Michoacán la pregunta se convierte en acertijo: *¿Cuál sindicato? ¿A quién se refieren los criterios cuando dicen “el sindicato”, si lo que tenemos es una guerra de espejos?* Rojos y azules dicen ser la mayoría y ser, ambos, la “_representación legítima_” de la base de la CNTE. Naranjas levantan la mano, alegando ser los representantes del SNTE nacional. La chiquillería quiere también su parte. Todos aseguran representar a las y los maestros. Ninguno logra demostrarlo.
Hoy, el magisterio michoacano camina solo. Las dirigencias están demasiado ocupadas peleando entre sí como para asumir, de verdad, la representación de sus bases. *Todos dicen ser el bueno. Todos se sienten mayoría. Todos levantan la voz. Pero a la hora de la verdad, ni uno puede demostrar que tiene más militancia, legitimidad, o siquiera más asistentes a sus asambleas*.
Entonces, *mientras el Gobierno Federal cumple en devolver derechos, y el Gobierno Estatal avanza en estrategias de justicia laboral*; en la base, la representación brilla por su ausencia. No existe un interlocutor, existe pedacería. Lo peor que podrían hacer, como acostumbran, es confrontarse.
Terrible mensaje harían llegar azules, colorados, naranjas y multicolores, a quien más les ha cumplido. El decreto de la Presidenta es un reconocimiento a las y los profes de a pie, que quieren ejercer su derecho. Si por pugnas de egos y fracciones sindicales se dificulta o se revienta la posibilidad de que esos docentes ejerzan ese derecho, terminaría de sepultar su menguada credibilidad.
La Presidenta les tendió la mano a las y los docentes. Ahora falta saber quién la toma, y quién sigue más interesado en cobrar el “cambio” en efectivo que en construir el cambio verdadero. El cambio por el que votamos.
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